
La presidenta Dina Boluarte nunca ha sido conocida por su elocuencia o capacidades de argumentación. Sus respuestas improvisadas, al margen del libreto de sus asesores, suelen tener frases altisonantes o fuera de lugar. Hasta se podría entender que, a pesar del altísimo cargo que ostenta, no sea ella una entusiasta de las comunicaciones en público.
Pero sus limitaciones y preferencias no la eximen de los deberes del puesto que asumió hace dos años y medio. Como señalamos ayer en este Diario, la mandataria cumplió el fin de semana pasado 200 días continuos sin declarar ante la prensa o responder preguntas de periodistas. Sus apariciones son programadas, y en ellas habla solo de lo que tiene ella en agenda; es decir, de lo que quiere hablar. Cualquier otro tema que pueda resultar difícil o incómodo –y vaya que la presidenta tiene ya un rosario de estos– se evita sistemáticamente. Su desagrado por la prensa hace imposible que el público se entere sobre la visión de Estado de ella directamente –y no del jefe de la Presidencia del Consejo de Ministros, Gustavo Adrianzén, u otro defensor político–.
La administración de la presidenta Boluarte no solo maltrata a los medios con su silencio, sino también con hostilidad directa. Hace poco más de un mes, durante uno de sus “cuartos de guerra”, la mandataria sugirió que quien tenga una opinión crítica sobre su manejo de la criminalidad debería ser considerado un traidor a la patria. En octubre pasado, la jefa del Estado deslizó el término ‘terrorismo de imagen’ para referirse a las actividades de quienes, en su opinión, “mienten para crear inestabilidad”. No hay mes en que ella o sus ministros dejen de intentar crear un entorno agresivo con los medios independientes, y distintas organizaciones nacionales e internacionales han llamado ya la atención sobre la narrativa. La poca habilidad del Gobierno para gestionar las apariciones en prensa e intentar ganar influencia legítima sobre el ciclo noticioso incluso los empujó a promover hace poco una franja noticiosa forzosa para el Gobierno, propuesta rápidamente archivada ante las críticas.
La democracia es más débil cuando sus principales líderes ni comunican ni rinden cuentas. Cuando la jefa del Estado decide esconderse de los periodistas y solo encararlos tras la protección de un evento oficial o participación coreografiada, la transparencia y confianza en la labor del Gobierno se resiente. El Estado se percibe, entonces, ajeno, impostado, y con algo que ocultar. Quizá, después de todo, por ahí se explica mejor su silencio.