
“¿Y a quién le importa ser popular?”, es lo que a estas alturas casi con seguridad está pensando la presidenta Dina Boluarte. En la última encuesta de Datum Internacional para El Comercio, publicada ayer, la mandataria registra apenas 3% de aprobación. En el norte del país, entre personas jóvenes y entre ciudadanos de niveles socioeconómicos C y E, el apoyo registrado no llega siquiera al margen de error de la encuesta nacional (+/-2,8%). Es estadísticamente indistinguible de cero.
Su popularidad lleva ya más de un año en un solo dígito, y la presidenta parece haber tirado la toalla en este campo desde hace un tiempo. No declara a la prensa desde octubre el año pasado. Participa solo en eventos oficiales donde no admite preguntas. Para cimentar su imagen de frivolidad, busca regulares autorizaciones para viajes al exterior de poca trascendencia. No ofrece explicaciones por las acusaciones que enfrenta, y más bien promueve silenciar las voces incómodas. En otras palabras, a la gente le ha dejado de importar lo que haga la presidenta, y la presidenta ha aprovechado para que le deje de importar lo que piense la gente.
Esto no es un equilibrio saludable. Desde una arista práctica, un gobierno con tan baja aprobación es incapaz de llevar adelante reformas o propuestas que demanden siquiera un mínimo de capital político o poder de convencimiento. Su capacidad de, precisamente, gobernar, se ve limitada. El mismo sondeo muestra, por ejemplo, que el presidente del Consejo de Ministros, Eduardo Arana, empieza su gestión con la aprobación más baja de cualquier jefe de Gabinete nuevo en, al menos, 15 años. Con ese peso ligero, ¿qué influencia podría comandar, por mencionar algunos casos, sobre el Congreso, alcaldes o gobernadores para implementar su política de gobierno?
Desde una arista más fundamental, la ínfima aprobación de la presidenta hace daño al tejido democrático. En el mejor de los casos, desconecta a la ciudadanía de sus representantes elegidos. En el peor, genera animadversión contra el sistema entero. Y una población escéptica u hostil frente a la democracia representativa no le hace bien a nadie, menos aún con un proceso electoral en ciernes.
Pero nada de esto parece incomodarle a una presidenta que ya dio el partido por perdido. Total, el siguiente viaje al extranjero ya está cerca.