×
estrella

Función exclusiva para usuarios registrados y suscriptores.

Suscribirme

En la historia, existen acontecimientos imborrables que la memoria preserva y la razón evalúa. Sacrificios que adquieren un significado perdurable, actos convertidos en puntos de referencia de una ciudad. Tal es el caso del sacrificio del director de El Comercio, , y de su esposa, , asesinados la tarde del 15 de mayo de 1935. Noventa años han transcurrido desde aquellos disparos por la espalda frente a la Plaza San Martín, a pocos metros del Club Nacional, lugar al que la pareja se dirigía tras salir del Hotel Bolívar.

LEE TAMBIÉN | La aventura de seguir al papa Franciso en Mongolia

María se interpuso entre su esposo y el revólver del agresor, intentando con su cuerpo evitar que continuara disparándole a la víctima agonizante en el suelo. Para defenderlo, a pesar de su pequeña contextura física, avanzó bolso en mano y encaró al asesino. Pudo haber evitado el peligro que significaba el arma humeante, pero no lo hizo. Prefirió defender a su marido y enfrentar al agresor. Una bala le atravesó su valiente corazón. Al morir junto a su esposo, sucumbió también por sus mismos principios e ideales.

Doña María Laos de Miro Quesada tenía entonces 62 años. En los años siguientes, las honras fúnebres dedicadas a la pareja congregaban multitudes en el templo de San Marcelo, llenando el recinto y la plazuela adyacente. Lutos y crespones cubrían la iglesia, cuyo altar exhibía, junto a los cirios, dos catafalcos simbólicos cubiertos de flores. Destacaban dos emblemas distintivos: una bandera nacional, símbolo de patriotismo, y una cruz, signo de sacrificio.

Memoria en la ciudad

Un primer hito para fijar su memoria se develó quince años después de sus muertes, frente a la Plaza San Martín, en la fachada contigua a la del Club Nacional. Dispuesta por la Municipalidad de Lima, la placa de bronce reza: “Aquí don Antonio Miró Quesada y su esposa doña María Laos de Miró Quesada fueron sacrificados el 15 de Mayo de 1935. La ciudad de Lima les rinde el homenaje de su recuerdo. Mayo 15 de 1950”.

Dos años más tarde, en el décimo séptimo aniversario del luctuoso suceso, un monumento dedicado a María recordaría en metal y mármol su sacrificio. Como lugar de emplazamiento se eligió la plazoleta de San Marcelo, ubicada en el cruce de la avenida Emancipación y el Jirón Rufino Torrico, en razón a la predilección de la Señora de Miró Quesada por este templo. A mediados de siglo, dicha plaza, junto con la de San Sebastián, parecían ser los únicos espacios a salvo de la transformación que experimentaba la capital. La ciudad encomendó la escultura al artista Carlos Pazos Gandarillas (1894-1983). Su bronce representa a María mirando al cielo con los brazos extendidos, representando la entrega, sacrificio y abnegación que la llevó a morir junto a su esposo. El artista buscaba plasmar su temperamento y fuerza espiritual, colocándola al frente del templo donde María tantas veces asistió a misa. Su gesto altivo exalta la nobleza de su inmolación. Acompaña a la escultura una placa que reza: “La Nación a María Laos como reconocimiento público al sacrificio de su vida, que traduce las virtudes de la mujer peruana”.

Michelle Auriol, esposa del entonces presidente francés Vincent Auriol, se sumó al homenaje con sentidas palabras: “Me hago la intérprete de los sentimientos de fraternidad de las mujeres francesas, asociándome de todo corazón al justo homenaje rendido a las altas virtudes y al heroísmo ejemplar de la mujer peruana, del cual la noble figura de la señora de Miró Quesada perdurará como brillante símbolo”.

En aquel acto, su hijo, Manuel Miró Quesada Laos, consideró que la muerte de su madre servía de lección y ejemplo. “Murió por esta tierra sagrada cuya tradición hoy comprendemos con la sangre de esta madre y las lágrimas de estos hijos, quienes habrán de verla en imagen con los brazos extendidos, acogiéndolos en su noble regazo”, dijo entonces. “Me parece que desde lo alto de este pedestal, María Laos de Miró Quesada se dirige a la mujer peruana para decirle: Ha llegado la hora de ver la realidad y de escoger el camino del esfuerzo para sentir con los tuyos el goce de labrar la grandeza y la prosperidad del suelo que te vio nacer”.

Han pasado noventa años de una de las más dolorosa páginas en la historia de El Comercio y del país. Escribimos estas líneas con la intención de que quien camine hoy por aquella restaurada plazuela, se tome un momento para contemplar la efigie de una mujer víctima de una sociedad convulsa. Y pensemos en tantos peruanos y peruanas perdidos en tiempos de odio y violencia. Tiempos a los que no podemos permitirnos volver.